Crisis Socioambiental
¿Qué es el cambio global? Consecuencias y posibles salidas a la crisis socioambiental
Vivimos una nueva etapa de la historia terrestre que algunos autores denominan el Antropoceno (del griego ánthropos -‘ser humano’- y kenós –‘nuevo’). La época actual está marcada por el impacto del ser humano sobre el planeta. Durante el último siglo, nuestra especie ha utilizado los recursos de manera ilimitada, de forma que actualmente la humanidad consume una cantidad equivalente a 1,6 veces la superficie de la Tierra. Con esta tendencia, en 2030 necesitaremos los recursos de dos planetas y la situación será catastrófica en 2050 cuando 2,5 planetas no sean suficientes para mantenernos.
Es evidente que con estos números las cuentas no salen: los recursos son finitos en un planeta único. Aunque el impacto que las distintas sociedades generan es desigual, estando directamente relacionado con la acumulación de la riqueza, las consecuencias de este modo de vida son globales y generan daños irreversibles en toda la superficie terrestre e incluso alrededor de ella. Las actividades del ser humano tienen su efecto sobre el suelo, las masas de agua, los seres vivos (litosfera, hidrosfera y biosfera, respectivamente) y en la atmósfera que nos protege. Nuestra basura llega incluso al espacio.
Estas profundas transformaciones han llevado, por ejemplo, a la aparición de nuevas rocas de plástico, arena y desechos aglomerados en los océanos o a la acumulación de microplásticos en la cadena alimentaria. La concentración de dióxido de nitrógeno, ozono troposférico y partículas en la atmósfera hace que aumenten los casos de enfermedades crónicas causadas por la contaminación, especialmente en las ciudades. Resulta obvio que la calidad de vida de los seres humanos y la salud del planeta se encuentran seriamente comprometidas. La naturaleza no puede asumir cambios de tanta magnitud en tan corto espacio de tiempo y, para muchos autores, el actual desequilibrio con nuestro entorno ya nos está pasando factura.
Asistimos al choque de las sociedades industriales contra los límites biofísicos del planeta. Tenemos ya una crisis climática, una crisis energética, de recursos y otra de destrucción de la biosfera. Estamos pagando la factura de la orgia consumista de los últimos años”. Jorge Riechman, filósofo, ecologista y doctor en Ciencias Políticas.
La crisis ambiental es el reto más importante al que se enfrenta la humanidad. El modelo neoliberal de explotación ilimitada de energía y recursos naturales, pone en peligro las bases biológicas y físicas necesarias para el sostenimiento de la vida. Nuestro modelo de desarrollo insostenible, ineficiente y muy dependiente de los recursos fósiles es responsable del llamado «cambio global».
El cambio global son las transformaciones a gran escala que se están dando y que tienen repercusiones significativas sobre el funcionamiento del sistema planetario, ya sea afectando al suelo, al agua, al aire y alterando el comportamiento de los ecosistemas o las comunidades de seres vivos. Estos cambios diversos, simultáneos y complementarios, provocan impactos directos e indirectos difíciles de predecir. Sus efectos se mantienen en el tiempo a través de mecanismos de retroalimentación que los perpetúan, aunque la alteración que les dé origen desaparezca. Por ejemplo, la temperatura en la superficie terrestre registra una tendencia al aumento a causa de la combustión masiva de petróleo, gas y carbón; incluso si su consumo se redujera hoy a los niveles del año 2000, seguiría aumentando aproximadamente 0,5 °C.
A menudo se apunta al calentamiento climático como la consecuencia más directa de la acción humana y, en efecto, es un factor relevante del cambio global, pero no el único. En el planeta todo está enlazado: la contaminación, la deforestación, la pérdida de suelo y la disminución de la biodiversidad son las aristas del mismo problema que muestra un origen claramente antrópico (producido por el ser humano). Y es habitual que actúen conjuntamente. Por ello es importante entender cuál es nuestro papel en la red de interacciones de la que formamos parte. Trataremos de explicarlas para tener una idea aproximada del paisaje que se dibuja ante las generaciones futuras pues, para bien o para mal, ellas serán las herederas directas de nuestras decisiones.
“Los seres humanos somos ahora los conductores más
significativos del cambio global e impulsamos al planeta a una nueva época
geológica, el Antropoceno. Ya no podemos excluir la posibilidad de que nuestras
acciones colectivas activen puntos de inflexión que supongan abruptas e
irreversibles consecuencias para las comunidades humanas y los sistemas
ecológicos”.
Memorando de Premios Nobel por la Sostenibilidad, Estocolmo 2011.
Calentamiento climático
Desde el origen de la Tierra, el clima ha experimentado ciclos de aumento y disminución de la temperatura global pero nunca tan rápidos como hasta ahora. En la actualidad, con tan solo un grado por encima de la media, ya estamos sufriendo fenómenos meteorológicos extremos y crecientes niveles del mar a causa del deshielo del Ártico, entre otros. Esto ocurre a consecuencia de la emisión a la atmósfera de gases con efecto invernadero (GEI), principalmente dióxido de carbono, generados por la combustión de las energías fósiles, la deforestación y la descomposición de la materia orgánica. La biosfera, que en condiciones normales recicla estos gases, no tiene la capacidad suficiente para asimilarlos y el resultado es un aumento de su concentración. Cuando la energía del Sol alcanza la Tierra, una parte de los rayos solares es absorbida e irradiada por la atmósfera, funcionando como un enorme invernadero que atrapa la radiación térmica.
Esto resulta en un aumento progresivo de la temperatura media en la superficie terrestre. El proceso descrito, que en condiciones naturales contribuye al mantenimiento de la vida en nuestro planeta, se encuentra actualmente descontrolado por la desproporción de la capa de GEI, internándonos cada vez más en una espiral que se retroalimenta generando más y más gases que acumulan más y más calor. Esto se traduce en una inestabilidad atmosférica que produce, al mismo tiempo, la disminución de las precipitaciones y desertificación en algunas partes del planeta y las lluvias torrenciales y erosión en otras, empujando a la migración de poblaciones de seres vivos, incluido el ser humano.
Contaminación
El desarrollo basado en los combustibles fósiles y la demanda creciente de electricidad de la que dependen casi todas nuestras actividades, incluso de fuentes de energía renovable, causa impactos en el lugar donde se generan. Ya hagamos referencia a la polución del aire o el agua, la contaminación lumínica o acústica, todas ejercen una fuerte influencia sobre la salud de las personas y el ecosistema. El aire que respiramos, especialmente en las ciudades, está contaminado y es, junto con el hábito tabáquico, una de las principales causas de morbilidad y muerte prematura del mundo occidental. Los gases producidos por el transporte aéreo, los vehículos motorizados o por la industria contribuyen al calentamiento climático. Las mareas negras en el medio marino, causadas por las inadecuadas condiciones del tráfico de petroleros que satisface necesidades energéticas, junto a los vertidos de aguas residuales sin tratar, contaminan ríos, mares y océanos con toneladas de plásticos e hidrocarburos cada año.
Algunos de estos contaminantes pasan a la cadena alimentaria y plásticos como el propileno, habitual en envases de zumos, y el PET de la mayoría de las botellas de plástico, pueden encontrarse en las heces de nuestros intestinos en una proporción de 2 microplásticos por gramo. La mayoría de la sal marina que consumimos también contiene plástico provenientes del lavado de la ropa sintética, la abrasión de los neumáticos o producto de la degradación de grandes objetos como bolsas, botellas o redes de pesca. La pesca de arrastre de fondo, que crea un grave impacto en los ecosistemas marinos, contamina dispersando residuos junto al pescado menos productivo (esta pesca desecha entre el 70 y el 98% del total de pescado capturado, muerto o con pocas posibilidades de sobrevivir). También la acuicultura intensiva tiene un efecto en las costas y produce fuerte impacto en las poblaciones marítimas. La agricultura intensiva incrementa la producción de alimentos, pero la contaminación de ríos y acuíferos debida a la extensión del regadío industrial, el uso de agrotóxicos en los monocultivos y la degradación generalizada del entorno, son determinantes y nocivas para la vida del único planeta que podemos habitar.
Pérdida de suelos
Directamente relacionado con el cambio climático y la desertificación aparece la pérdida del llamado “horizonte orgánico” que no es otro que el suelo fértil. La intensificación de la agricultura basada en grandes insumos (materias primas necesarias para su desarrollo) y el uso extenso de maquinaria pesada han contribuido al empobrecimiento del suelo y su degradación. Actualmente, más de 80% de la superficie terrestre presenta vestigios de actividades humanas en su suelo. Según la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), un tercio de los suelos del planeta está entre moderada y altamente degradado debido a la erosión, el agotamiento de nutrientes, la contaminación química, la acidificación y salinización, la compactación o el sellado (pérdida no reversible de suelo a causa de una cobertura artificial, impermeable y permanente). Al mismo tiempo, el empobrecimiento del suelo afecta a la agricultura que cada vez necesita más abonos y agroquímicos para mantener la productividad, con el grave impacto que estos productos tienen sobre la seguridad alimentaria y la salud del planeta.
España pierde una media de tres toneladas de suelo fértil por hectárea al año, la superficie equivalente a 500 campos de fútbol solo en Europa. Las tasas más graves de erosión se encuentran en Andalucía, con zonas agrícolas de la cuenca del Guadalquivir que pierden hasta 47 toneladas de tierra fértil por hectárea al año. Todo en un contexto en el que tres cuartas partes del territorio de España se considera susceptible a la desertificación, una situación que no hace más que agravarse con el cambio climático.
Deforestación
La deforestación es otra de las caras del cambio global. La cobertura arbórea tiene grandes beneficios sobre el suelo, regulando el ciclo del agua mediante su captación y transporte desde el suelo hasta la atmósfera, donde es liberada, por transpiración, en forma de vapor de agua a través de las hojas. Los bosques, absorben y fijan el carbono atmosférico producto de la respiración, creando materia orgánica. Este papel como sumideros de dióxido de carbono y otros GEI, crucial en la lucha contra el calentamiento climático, se revierte cuando grandes masas forestales son arrasadas e incendiadas. Cada año desaparece una superficie del tamaño de Reino Unido de cubierta arbórea por actividades como la minería, la ganadería o la agricultura intensiva. Se decía en el pasado que una ardilla podía cruzar España de punta a punta sin tocar el suelo.
Aunque a la cabeza de la Unión Europea en cuanto a suelo protegido (menos de la mitad de la superficie forestal), la deforestación experimentada por nuestro país a lo largo de los últimos siglos ha sido catastrófica. En 2015, solo una tercera parte estaba ocupada por bosques (en su mayoría explotaciones forestales) la misma superficie que suelo cultivado y pastizales. La deforestación es especialmente dramática en los bosques primarios de áreas tropicales y subtropicales, donde provoca cada año la destrucción de 4,3 millones de campos de futbol con un incremento del 40% anual. En concreto, en la Amazonía brasileña se multiplicó por tres en lo que llevamos de año, según el Instituto Nacional de Pesquisas Espaciales de Brasil (INPE). Los bosques prístinos e insustituibles, con más de medio siglo de vida, son objeto de talas ilegales por los beneficios que genera a las corporaciones multinacionales de la minería o la industria maderera, pero también son los que capturan mayor tasa de CO2 y responsables de albergar a más de la mitad de la diversidad biológica del planeta.
No es lo mismo perder árboles nativos, con todo el carbono atmosférico que absorben y la biodiversidad que acumulan, que talarlos y plantar árboles nuevos en otro lugar.
Stephanie Roe, científica y colaboradora del informe de evaluación de la Declaración de Nueva York sobre los Bosques.
Los efectos de la deforestación se evidencian, por ejemplo, en la duración de la estación seca, cada vez mayor en algunas partes de la Amazonía, o en la aparición de especies de árboles resistentes a la sequía. Pero el impacto más dramático es la pérdida del hábitat de millones de especies. El setenta por ciento de la diversidad terrestre se encuentra en los bosques. El gran número de plantas, animales y microorganismos que habitan no pueden sobrevivir lejos de ellos.
Pérdida de biodiversidad
La desaparición de la biodiversidad a escala mundial, entendida como la pérdida de diversidad genética, de especies y procesos dentro de los ecosistemas, es la punta del iceberg del cambio global. La extinción masiva no es reciente en la historia de la Tierra: a diferencia de las cinco grandes extinciones precedentes, la presente tiene un origen antrópico. La tendencia vertiginosa con la que desaparece la biodiversidad a escala mundial por la acción de la actividad humana supera entre cien y mil veces la tasa de aparición de nuevas especies. Es decir, para igualar las especies que han desaparecido del planeta en los últimos cien años, tendrían que pasar 100.000 años sin la presencia de ningún humano. Es lo que se conoce desde finales de los años noventa como la sexta extinción.
Su origen es múltiple pero entre las causas está la fragmentación y destrucción de los hábitats, la introducción de enfermedades y especies exóticas invasoras y el cambio climático. La sobreexplotación de los recursos es, en último término, el factor que más acelera la extinción. La imagen de colonos americanos sobre una montaña de cráneos de bisonte de más de 8 metros de altura es bastante significativa. Se estima que antes de la llegada de los europeos al continente había entre 60 y 100 millones de bisontes ocupando las grandes praderas. En el año 1890 solo quedaban 750 ejemplares. Según los investigadores, solo en el último siglo se han extinguido más de seiscientas especies de vertebrados.
Los vertebrados, o animales con huesos, son el grupo del que disponemos un registro más completo. Pues bien, en base a los datos hay pruebas de la desaparición de 340 especies y otras 280 solo se pueden encontrar en los zoológicos (la falta de avistamientos desde el año 1500 indica que probablemente están extintas). En los últimos 27 años se ha perdido más del 75% de la biomasa de insectos voladores en Europa y en los próximos 50 años vamos a ver desaparecer muchas especies para siempre. De las nueve mil especies de invertebrados acuáticos, más de un tercio está amenazado de extinción y muchas especies desaparecerán antes incluso de que las hayamos conocido. Al ritmo actual, en el transcurso de la vida de una persona que nace hoy desaparecerán unas 400 especies.
“Somos una especie con una capacidad para atraer y succionar energía de nuestro planeta a escala global como posiblemente no ha habido antes. Tenemos la capacidad de modificar el ambiente, provocando que muchas especies no puedan sobrevivir. Para la historia del planeta somos una especie muy reciente (tenemos 200.000 años) pero hemos sido capaces de competir con las otras especies hasta el extremo de tener un control global sobre la biosfera”. David Nogués Bravo, Macroecólogo.
Los servicios ecosistémicos que la biodiversidad nos presta son fundamentales e insustituibles. La fertilización del suelo, la polinización, la regulación de plagas, la obtención de principios farmacológicos, la depuración del mar y de los ríos, la regulación del clima, etc. son funciones básicas de la naturaleza que, en el caso de que pudiéramos suplantarlas, tendrían un precio tan alto que serían inviables. Por ejemplo, la seguridad alimentaria que proporciona la diversidad de semillas por medio de la polinización asegura la alimentación de animales y personas. Aproximadamente el 80% de las especies de plantas con flor son polinizadas por insectos y, como mínimo, dos terceras partes de los cultivos agrícolas del mundo dependen de ella. La biodiversidad está en la misma base de la vida en el planeta y es el principal sustento de nuestra existencia; dependemos de los ecosistemas en equilibrio tanto como del aire que respiramos. Cada especie, por minúscula que sea, ocupa un lugar y realiza una función insustituible.
¿Qué podemos hacer?
Nada ocurre gratuitamente y los daños que se ocasionan al planeta nos están pasando factura porque somos parte de él. Las crisis están muy entrelazadas y a veces resulta complicado distinguir cuál es cuál. La vinculación que existe entre la crisis social y la ambiental es tan fuerte que sería mejor llamarla crisis socioambiental. Por un lado, vemos que hay una creciente violación de derechos básicos, como el acceso a la tierra, a la seguridad y soberanía alimentaria o al agua en condiciones salubres, que generan desigualdades sociales, afectando a las condiciones de vida especialmente de las poblaciones más empobrecidas.
Por otro, observamos como también el cuidado de las personas no se valora y pasa al último término, vulnerando el mantenimiento y la reproducción de la vida, con un mercado de trabajo absorbente y precarizado que prioriza el beneficio económico para los dueños de los medios productivos. Según datos de la ONU, el 10% de la población mundial gana el 40% del total. La FAO sostiene que más de 800 millones de personas padecen hambre y 700 millones viven en situación de pobreza extrema en todo el mundo. Paradójicamente, cada año se desaprovechan 1.300 millones de toneladas de alimentos para consumo humano en el planeta, que supone cerca de un tercio de la producción. Millones de toneladas de productos primarios son desperdiciados (cerca del 30% de la superficie agrícola del mundo se usa para producir alimentos que se pierden, se desechan o desperdician). No se trata de acabar con el hambre en el mundo. El modelo cultural dominante, prima este despilfarro por cuestiones de mercado. Es dramático pero no todo está perdido.
Prácticamente todo el planeta está al servicio del sistema urbano-industrial, gran consumidor de recursos y productor de residuos. El avance urbano se proclama necesario al desarrollo económico de la sociedad de consumo. Lejos de satisfacer las necesidades de quienes las habitan, las ciudades están al servicio del sistema, configurándose como espacios de desigualdades y exclusiones. Se construyen urbanizaciones a costa del campo y la naturaleza, a veces para destruirlos y otras para modelarlos a su favor. Nuestro actual sistema organizativo no está preparado para enfrentar el colapso que se avecina y nos conduce a más velocidad hacia él. Debemos organizarnos para enfrentarlo, no solo adaptándonos a las situaciones límites que empiezan a darse, sino afrontándolo como una oportunidad de transicionar hacia una sociedad menos insostenible, más justa y equitativa que no ponga el crecimiento urbano en el centro.
En las últimas décadas han surgido voces que llaman la atención sobre las profundas contradicciones de nuestra organización socio-económica. Sobre todo a raíz del estallido de la crisis financiera de 2007, movimientos sociales como el movimiento obrero-estudiantil, el ecologismo y el feminismo entre otros, han señalado quienes son los responsables de llevarnos al abismo con tal de ganar más dinero. También los movimientos relacionados con el decrecentismo y la agroecología están demostrando a través de sus prácticas que es necesario reequilibrar las tensiones mediante un cambio estructural.
Aunque el panorama sea oscuro, “siempre hay una grieta en todo. Así es como entra la luz” (Leonard Cohen). El ser humano forma parte de los ecosistemas y puede intervenir en ellos para devolverle una parte de los servicios que toma prestados. De este modo, la conciencia social ha conseguido, por ejemplo que en los últimos 25 años la tasa de desaparición de bosques en los países industrializados se reduzca a la mitad. La gestión forestal está mejorando en muchos de ellos y el número de áreas protegidas, cada vez mayor, contribuye a la recuperación de hábitats, a la recarga de los acuíferos, la estabilización del suelo y al aumento de sumideros de carbono atmosférico. Particularmente relevante es el caso de Europa cuya superficie boscosa aumenta considerablemente, logrando en la actualidad un tercio más de bosques que un siglo atrás. El mismo fenómeno se produce en Cuba con un aumento de la superficie boscosa en las últimas décadas del 30 %, resultado de un ambicioso programa de reforestación; o Rusia, que posee el 20 % de todos los bosques del planeta, y cuyas áreas boscosas se están ampliando desde 1961.
En muchos países se multiplican los proyectos de ciudades que buscan la renaturalización; desde urbes que desentierran sus ríos construyendo corredores ecológicos, como Hannover, Seúl, Vitoria-Gasteiz o Nueva York, a grandes ciudades, como Madrid, Nairobi o Porth Elisabeth que apuestan por la agroecología urbana. La Organización Mundial de la Salud cifra la superficie idónea de zona verde por habitante entre diez y quince metros cuadrados. En base al informe de la Plataforma para Modelos Urbanos Sostenibles (CAT-MED) la media española está en torno a 13 metros cuadrados por habitante, con máximos en Pamplona (26) o Vitoria-Gasteiz (34). Aunque este índice poco o nada de información aporta sobre la distribución y acceso, el desarrollo sostenible pasa por una sociedad cada vez más comprometida que utilice y reclame espacios verdes, redes inteligentes y eficiencia energética en las viviendas y los servicios. Para conseguirlo hay múltiples propuestas pero todas pasan por una cohesión social.
Podemos actuar a otros niveles. Por ejemplo, tomando conciencia del poder que tenemos como consumidores para exigir una información clara, completa y veraz. Mirar el etiquetado nos permite escoger productos frescos y de temporada preferentemente a productos envasados y ultracongelados. También en el pescado casi siempre resulta mucho más sostenible, y sabroso, elegir ejemplares frescos y de temporada. Conocer directamente al productor, acortando tortuosos canales de distribución y evitando el transporte de los alimentos, sería lo ideal. El consumo local o de kilómetro cero es un consumo responsable.
Empiezan a aparecer en muchas cadenas de grandes supermercados líneas ecológicas y veganas, por lo general de productos costosos, producidos y envasados lejos de donde se van a consumir, que responden exclusivamente al aumento de la cuota de mercado. El producto local de calidad, sin agroquímicos, no tiene porqué ser tan caro. Pero debemos ser conscientes de que, en la lógica perversa del mercado, se prioriza y beneficia al que contamina en lugar de hacer más rentables las artes tradicionales y la producción orgánica o ecológica. Según los informes de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), la producción familiar se ha convertido en el motor de subsistencia en muchas ciudades. La agroecología permite disponer de productos frescos, nutritivos y de temporada y mejora el acceso económico de los sectores pobres a los alimentos. Estos informes destacan que una parte importante de la producción mundial de alimentos proviene de pequeñas explotaciones agrícolas, propiedad de personas que viven de lo que ellas mismas producen en sus tierras.
“Recuerda que tu carro de la compra es en realidad un
carro de combate. Por favor, utiliza este arma para apoyar proyectos sociales,
ecológicos y locales en aras de un futuro más sostenible justo y sano para
quienes habitamos este pequeño planeta”.
Jose Luís Martínez-Zaporta
Tenemos que instar a nuestros representantes políticos y a las personas que nos gobiernan, a aplicar medidas que aumenten la diversidad biológica y no perjudiquen más el entorno. Disminuir el despilfarro, usar fuentes de energía limpias, reducir el consumo, reforestar campos y reverdecer ciudades, crear reservas o simplemente evitar el uso de pesticidas, pueden parecer propuestas menores pero son necesarias y de una importancia vital para que nuestro desarrollo sea sostenible y nuestras vidas tengan sentido y futuro.
Que actualmente nos aproximamos a un punto de inflexión es innegable. Se trata de encontrar soluciones a esta situación que nos permitan estar preparados cuando llegue el momento. Esta debe ser una oportunidad para experimentar nuevas vías posibles en sociedad. Reconocer estos aspectos es el primer paso para apreciar nuestra dimensión socioambiental: aprender a mirar con lupa de forma crítica es la manera de lograr una mirada amplia que abarque al planeta y nos permita salir de la crisis.
Fco. Jesús Díaz Rodríguez
Miembro de Ecologistas en Acción y Doctor en Biología de la Conservación.